El nombre del perro de la foto es Sultán, y es otra víctima de la erupción del volcán Chaitén, en la X Región de los lagos, en Chile. Hay muchas víctimas y damnificados humanos que, probablemente han perdido todos sus bienes e, incluso, su pueblo.Pero, por suerte, pueden vivir para contarlo. Mientras, en el pueblo fantasma que alguna vez fue Chaitén, las mascotas de sus habitantes tratan de sobrevivir entre la lluvia, la nieve y las cenizas, porque durante la evacuación masiva no se permitió que los chaiteninos se llevaran a sus animales.
El dueño de Sultán vio su imagen en la tele. Él, como muchos otros, dejó a su perro en el muelle porque el lugar en el bote "era para las personas". Él dejó a un perro que, como él mismo describió, llevaba nueve años con la familia y solía dejar y buscar a los niños en el colegio. Un perro que se quedó a cuidar su casa, cuando sus dueños lo dejaron a su suerte pensando, quizá, que volverían pronto. Un perro que fue grabado sobre la camioneta de sus dueños, frente a la casa inundada. Frente a lo que viniera.
En Chile, de pronto a alguien -por su incompetencia, supongo un psicólogo- declara en voz alta que tal vez fue mala idea impedir que la gente se llevara a sus mascotas, porque quizá les ayudarían a superar el trauma del desarraigo y de la perdida de todo cuanto tenían.
Pero, en un país que trata a sus pobres como indeseables socialmente y como si no existieran en los medios, ¿qué se puede esperar del trato a sus animales?
Si socialmente reina el clasismo, y se juzga a la gente en función de sus propiedades y de cuán extranjero sea su apellido, sólo se alimenta a una masa de grises resentidos. Nadie se pone en el lugar de nadie. ¿Por qué, entonces, tendríamos la capacidad de comprender el sentido de lealtad absoluta de un animal como un perro?

Si en un país, su clase gobernante permite que un extranjero compre y privatice enormes zonas territoriales, impidiendo con ello un desarrollo vial y de carreteras que permita una comunicación terreste fluida con la zona y que, en caso de sufrir un desastre, impedir con ello una evacuación completa de los habitantes de dicha zona, ¿por qué a alguien en Chile le importaría el destino de esos animales abandonados a su suerte?
Cada día, cada mañana, olvidamos nuestra sensibilidad y empatía con los demás guardada en el cajón. No nos sirve socialmente, no nos ayuda a trepar, a robar novios ni a ganar más dinero. Nos obligaría a ver que mientras muchos -todos los de la tele y unos cuantos más- viven en casonas que sólo podemos soñar, otros chapotearán los inviernos con el barro de sus casas de cartón. Y nos importará lo mismo. Una total disociación con la realidad masiva.
Porque el ser humano es así, somos así: egoístas, en extremo.
Jamás se nos ocurriría pensar en que un animal no necesita ser humano -ni mucho menos- para querer, para acompañarnos en la riqueza y la pobreza -más que los cónyuges y los hijos-, para seguir a nuestro lado pese a ser maltratado una y mil veces.
¿Existe una lealtad, un cariño más puro y desinteresado?
No entre los humanos, me temo.
Nos falta mucho, niños, para sentirnos orgullosos de nosotros mismos.
Y, ¡ojo!, que ni la posición social ni el dinero cuentan.
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